LIMPIEZAS
Hacer limpieza general en casa es uno de esos acontecimientos cuyo placer se disfruta a posteriori. Te decides a hacerla el día que te das cuenta de que para buscar algo en un armario has de acceder a él con machete y linterna, pero hasta que no estás en pleno fregado, no eres capaz de asimilar el alcance de lo que se avecina. Si la casa es muy grande, como es mi caso, el hecho puede tomar dimensiones épicas.
Una vez metido en harina, no deja de tener sus recompensas: te encuentras con cd´s que habías olvidado que un día compraste o te regalaron, recuperas una camisa que te pusiste sólo una vez, y redescubres el color original de algunos utensilios. Por si fuera poco, la luz que entra por las ventanas parece más brillante, quitada la capa traslúcida que llega a cubrir los cristales sin darte apenas cuenta.
En el lado malo, además del tiempo que se emplea, presencias un desconcertante fenómeno: en la habitación que limpiaste hace cinco minutos, y a la que regresas, ha vuelto a surgir polvo por generación espontánea (pese a tener las ventanas cerradas, ahí está lo bueno) Y en el lado malo también, las agujetas que al día siguiente puedes sentir, incluso en músculos que ignorabas tener. Sin embargo, y aún así, merece la pena.
Me pregunto por qué no será posible limpiarnos así, por dentro y no sólo por fuera a nosotros mismos. Una limpieza general más allá de la que prometen ciertos productos dietéticos, una limpieza que alcanzara desde lo más superficial hasta lo más profundamente almacenado de nosotros mismos: una limpieza de alma, quizás. Un método para, con una buena esponjilla niquel-nanas, arrancarnos aquello que nos molesta, nos incomoda, o se nos ha vuelto inservible. Malos recuerdos, remordimientos, desengaños, inquietudes y frustraciones. Cualquier mal rollo, enjabonado y aclarado, dejándonos después las ventanas de los ojos frescas y transparentes como las de un recién nacido.